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DANOS NUESTRO PAN DE CADA DIA

Jesús no nos enseñó a pedir nuestro pan diario como que fuéramos hijos únicos. Quiso que nos sintiéramos solidarios con los demás; sobre todo con los más necesitados. Por eso no decimos: “Dame mi pan de cada día”, sino “Danos nuestro pan de cada día.

Jesús expuso un caso tremendo. El del rico Epulón. Él pensó sólo en su abundante pan, y no tuvo corazón para dar las migajas de su mesa, que le solicitaba el mendigo Lázaro. Jesús lo presenta en el infierno. Para el Señor, el cerrar el corazón para el que no tiene lo necesario es un pecado enorme. La Biblia, en cambio, dice: Bienaventurado el que piensa en el débil y el pobre, el Señor lo librará en tiempos malos (Sal 41,1).

Esto se puede apreciar con evidencia en lo que le sucede a la viuda de Sarepta. El profeta Elías se encuentra en gran necesidad. Le pide un poco de agua y un pedazo de pan. La viuda sólo tiene un poco de harina y de aceite. Es lo único que le queda. Después de comérselo, se va a preparar para esperar la muerte en compañía de su hijo. En nombre de Dios, la viuda le da al profeta lo que le pide. El profeta, en nombre de Dios, le asegura que no le escaseará la harina ni le disminuirá el aceite. Y así sucede. En tiempo de carestía en la región, a la viuda de Sarepta nunca le faltó ni la harina ni el aceite (1 Re 17,14). Dios no desampara al que atiende al necesitado. Según Jesús, al darle al pobre, le estamos dando a Él. Todo lo que hicieron en favor de estos mis hermanos pequeños, a mí me lo hicieron, dice Jesús ( Mt 25,40)


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